miércoles, 22 de octubre de 2014

Mamá a tiempo completo


Esto de ser mamá a tiempo completo es bastante agotador pero hermoso. No lo había experimentado antes pues con mi primer hijo sólo tomé el descanso que permite la ley. Sin embargo, ya con este segundo bebé se me presentaron las cosas de modo tal que fue difícil continuar trabajando fuera de casa, así que decidimos con mi esposo  que lo mejor sería extender un poco más mi  tiempo de “descanso” para brindar  a  nuestros hijos un mejor cuidado.
Definitivamente, le encuentro muchísimas ventajas  a mi situación actual. Para empezar no tengo el estrés de madrugar para ir al trabajo, pues aún cuando  mis noches  no son precisamente de descanso, puedo atender a mis hijos con la calma del caso, puedo desvelarme sin ninguna presión de tener que ir a trabajar en unas horas. Así que podemos ver tranquilamente una película o jugar o –esto es lo más estresante- hacer tareas.
Otra ventaja, talvez la más importante, es que puedo brindar  cuidado personalizado  a mis hijos. Estos casi ocho años siempre estuve delegando esta función a terceros. Afortunadamente siempre he contado con el apoyo necesario de la familia. Pero nada puede reemplazar el cuidado y la atención que sólo una madre  puede prodigar a sus pequeños. Es maravilloso disfrutarlos todo el día, ser partícipe de sus juegos, sus siestas, sus comidas, sus berrinches, sus gritos, sus enojos, sus alegrías, sus sueños. Y claro que es agotador, es más, ya a la noche estoy pidiendo auxilio, pero es hermoso vivir cada uno de estos momentos, sentir que cada día que pasa ellos van creciendo, ver sus rostros todo el día, conocer sus modus operandi, sentir que me buscan cuando tienen alguna necesidad porque saben que estoy ahí para ellos.
Es cierto que  mi vida ahora gira en torno a  baberos, pañales, tareas del peque y desvelos, que  mis salidas de casa se han reducido a las visitas al pediatra  y por ahí, con suerte, a algún restaurant, que las horas –o para ser más precisos, los minutos- de alimentarme, bañarme y dormir son establecidas por una personita de unos 65 cm, que hay momentos en que siento que ya no doy más… pero aún con todo esto, aún cuando extraño mi trabajo en las aulas, aún cuando echo de menos a mis amigos y a mis alumnos,  nada me hace más feliz que hallarme dedicada en cuerpo y alma a mis hijos, nada mejor que ser mamá a tiempo completo.


sábado, 4 de octubre de 2014

Lo que el asma me dejó... y lo que se llevó

No tengo ningún problema en reconocer que soy asmática, pero cada vez que un médico me pregunta desde cuándo, mi mente vuelve a mis pequeños 5 años, a mi dulce hogar de Pampas, a la alegría de recordarme “nadando” con papá y mis hermanos en el canal de regadío  que se halla contiguo a la casa. Y luego aparece bruscamente  mi  imagen en cama, abrigada, agitada, con los ojos y el corazón triste porque de pronto ahí se terminó mi infancia. A partir de allí no pude nunca más tener la vida de una niña normal. Mi habitación se convirtió en mi único refugio. Eran escasos los días en que podía ir a la escuela. Me recuerdo cada noche pidiendo  a Dios que el día siguiente sea abrigador para poder hacerlo. Y si casualmente la naturaleza nos regalaba ese día un sol radiante, yo era la niña más feliz de la tierra, pero si amanecía nublado(obvio, después de reclamarle a Dios y derramar muchos lagrimones) debíamos esperar a que aparezca el sol para poder caminar con mi madre hasta el colegio. Llegaba entonces tarde, cuando ya todos mis compañeros estaban en clase, y por supuesto que me avergonzaba de hacerlo, pero, afortunadamente, tuve una maestra excepcional: la srta. Chabuca, quien nunca permitió que mis compañeros  me hicieran bullying (para entender la situación en el contexto actual). Ella, tan cariñosa, siempre me recibía con una sonrisa y un tierno beso, y yo dejaba de sentirme  triste para disfrutar el hallarme con mis amigos.

El asma era entonces una enfermedad nueva en mi familia y no era tan común como lo es ahora. Yo no la heredé como tal, más bien la adquirí porque mis genes venían con predisposición alérgica.  Mis padres lucharon con todo lo que tuvieron a su alcance para que yo mejorara, incluso llegamos a mudarnos  a dos ciudades distintas buscando mejores climas (Sausal y Cascas) pero nada surtió efecto. El asma había llegado para quedarse conmigo hasta hoy. Guardo en mi corazón todo el sacrificio  que hizo mi madre  durante aquellos largos años…puedo recordar las incontables noches en vela , yo sentada sobre sus rodillas y ella, con lágrimas en los ojos,  abanicándome el rostro para lograr que respire. Eran más o menos cinco días de angustia, luego de los cuales venía lentamente la mejoría y podía respirar nuevamente sin ahogarme. Pero entonces debía cuidarme: nada de salir al aire, agua fría ni qué pensar, no correr porque me agitaba, no reír porque me daba tos, no comer nada frío (ahí aprendí a comer el plátano asado  que ahora me encanta), tampoco  tejer o bordar porque los metales estaban fríos y eso me hacía mal, y vaya a su cama a acostarse y leer. Por supuesto  que al menor descuido de mi madre, ¡zas! Unos sorbos de agua fría, o pies descalzos para no hacer ruido y escaparme a algún lugar de la casa, o  algún  marciano en la escuela que alguien, al verme con cara del gato con botas de Shrek, me convidaba.

 Hoy que soy madre entiendo todo lo que mi mamá tuvo que hacer por mí  y, realmente, la admiro y la amo más. Nunca terminaré de agradecerle todo lo que hizo y sigue haciendo por mí. Había ocasiones en que la crisis no cedía y entonces debía llevarme al centro de salud más cercano. La recuerdo conmigo a cuestas;  yo ya era casi una adolescente  y la superaba en estatura, pero, aún así, ella trataba de alzarme para desplazarnos pues yo no podía siquiera caminar. Pienso que  en aquellos años las nebulizaciones no estaban extendidas como ahora, pues no llegué a emplear el inhalador sino hasta años después, y los médicos siempre me indicaban antibióticos. Mi madre fue mi ángel; yo no llevé sola el asma, ella lo sufrió conmigo y tal vez más que yo, con el dolor y la impotencia que solo una madre puede sentir en esas circunstancias.

Pero no fue todo sufrimiento.  Disfrutaba estar en cama leyendo. Mi afición por la lectura fue naciendo y se cimentó durante esos años. El libro más importante que  llegué a leer fue  la Biblia ¡completa! (una versión Dios Habla Hoy que venía con dibujitos) antes de terminar la Primaria. Las noches después de cenar toda la familia se disponía alrededor de mi cama conversando, riéndonos, o  jugando a la gallina ciega, a las partes de la vaca (a mamá le disgustaba este juego). Recuerdo a papá paseándome en la moto alrededor de la mesa de comedor para consolarme luego de haberme aplicado una inyección;  mis hermanos disputándose la comida preparada especialmente para mi recuperación, y que yo no quería comer (caldo de pichón, por ejemplo); la familia festejando mis cumpleaños (eran los únicos que se festejaban, nadie más tenía posibilidades de no sobrevivir hasta el año siguiente😉), y más engreimientos que -ahora lo comprendo-  me permitieron  crecer tratada como una princesa.

Con la adolescencia fueron mermando las crisis de asma. Ya en la universidad pude tener un tratamiento integral gracias al seguro de salud universitario, el  cual me ayudó a estabilizar aún más mi salud. Y, gracias a Dios, cada vez que estuve mal  pude tener  el apoyo de personas que  llegaron a conocerme y amarme, aún cuando estaba lejos de casa y de mi familia; personas como mi esposo (mi  enamorado en aquel entonces), a quien recuerdo  atendiéndome y acompañándome muy solícitamente durante las nebulizaciones en el hospital (¿¡cómo no amarlo!?)

Hoy puedo decir que he aprendido a convivir con el asma. No le temo. Sé cómo prevenirlo y si viene una crisis fuerte, sobrellevarla. Además, mi madre sigue siendo la primera que enrumba para apoyarme  en el primer bus disponible que haya.

Ha sido, pues, un recorrido triste si se observa desde la perspectiva limitante para un niño, pero he preferido tomar el otro lado, el que me permitió (y, de hecho, sigue haciéndolo) el amor y el cariño de  los seres que más amo en esta vida.

miércoles, 1 de octubre de 2014

¿El profesor es el segundo padre?

Amo ser profesora casi tanto como amo ser madre. Descubrí que esta era mi vocación –felizmente- antes de concluir la universidad. Había elegido esta carrera casi al azar debido a la inmadurez de mis 16 años, la escasa orientación vocacional de